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Pétalos sobre la hierba
recuerdan el nocturno vendaval.
Pero aviva el olvido
la primera luz del sol.
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Picotean los tordos
en el verde prado.
Canta con ellos la mañana.
Brillan sus negras plumas.
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Hasta aquí nadie ha venido
ni nadie ha de llegar.
No me inquieto.
Mi amiga es la divina soledad.
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Qué sombra la del roble.
Su copa se asemeja
al domo de una iglesia catedral.
El roble tan solo. Tan fuerte.
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La canción de los grillos.
El último rayo del sol
en el bosque se adentra.
Voces a lo lejos. Y el susurro del río.
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Estos versos son el resultado de unas horas en mi jardín cordillerano, en compañía de unos volúmenes de poesía china. La influencia se revela muy cercana en el estilo -de la traducción, por supuesto- y los motivos. Pero uno o dos versos de dicha traducción han pasado casi íntegros a mis ensayos. Efecto al que quisiera haberme acercado: la unidad que el poeta experimenta con su entorno natural.
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